-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

lunes, 5 de mayo de 2014

EL TÍO DE ÁFRICA

A Carmen L., en parte involuntaria instigadora, y de eso hace ya varios meses.




Sólo los artistas y los niños ven la vida tal y como es”.
Hugo von Hofmannstahl.



Había llegado el momento. Reunida junto a los demás alrededor de la urna cineraria sentía el soplo del gélido viento de diciembre. En la leve colina en la que nos hallábamos a duras penas los cipreses impedían el paso de la brutal corriente. Como si, extraño pensamiento dada la ocasión, como si pretendiera que nadie le arrebatara la condición de asistente al acto, ni siquiera aquellos adustos árboles. La verdad es que dado lo escaso en número de los presentes su presencia podía hasta cierto punto reconfortar. A excepción del sacerdote (cómo se reiría el tío si le viera allí plantado, con su casulla flotante; seguro que se dirigiría a él, si no en estos términos en otros parecidos: “no se moleste padre, somos viejos conocidos”) sólo estábamos mi marido, mi hijo y yo misma; si es que no computo al encargado municipal de atender las tumbas (“el enterrador”, me parece oír con la voz del tío, con aquel tono de extremada educación que sólo empleaba cuando se desbordaba su vena irónica).
Debíamos componer un grupo de lo más cómico. En un cementerio vacío un reducido conjunto de personas contemplando una pequeña caja metálica, del tamaño de una cigarrera (cómo le gustaba fumar aquellos gruesos habanos, uno después de cada comida, por consejo de un comprensivo doctor que simultaneaba la práctica de la profesión con su fiel amistad, con aquel aire parsimonioso, semejante a un idólatra pagano reconcentrado en su culto), a los sones del concierto para piano de Grieg procedentes de un equipo portátil: petición explícitamente indicada en la carta.
La carta, aquella misiva que llegó inesperadamente a mi hogar, recipiente de noticias no deseadas y definitivas. En un sobre con el membrete de un bufete de la capital se acomodaba otro más pequeño en la compañía de un folio escrito a máquina. Un abogado al que jamás había conocido me comunicaba con grandes muestras de dolor el “triste fallecimiento de...”; el tío había muerto. 
Seguían explicaciones acerca de las instrucciones dejadas por el occiso en vida: la entrega de la carta adjunta, la indicación de que una vez su cuerpo fuera incinerado se le repatriara (los gastos inherentes ya se encontraban pagos) desde su domicilio actual (un lugar del Sudeste Asiático impronunciable para mi lengua) y el ruego consistente en que sonaran los acordes de Grieg en el momento de la inhumación.
Cuando logré restablecerme de la noticia, a pesar del largo tiempo transcurrido sin contar con noticias suyas (muchos, muchos años) sentí que me había afectado como una sacudida en lo más íntimo de mis recuerdos, me dispuse a afrontar el contenido del segundo sobre. Allí hallé una cuartilla en la que alguien había escrito unas breves líneas con limpios trazos de estilográfica:
“No sería propio de mí emplear las fórmulas habituales, aquello, por ejemplo, de que cuando leas esto ya me habré muerto. Además de muy comunes a la par que escasamente originales las encuentro, fíjate tú, hasta redundantes.
Sí, me he muerto, bueno, lógicamente aún no. Me gustaría contar con la posibilidad de poder describirte cómo son los nuevos territorios que no tardaré en explorar, mas temo que sus medios de comunicación se encuentran un tanto atrasados: lamentablemente aún se basan en voces y zarzas ardientes. Sin embargo no dejaré de buscar una forma más moderna para comunicarme contigo, ya me conoces, y comprenderás que a terco no ha de ganarme nadie.
Sabes que no me gusta pedir perdón, aunque como ya me habré ido cuando leas esto quizás ya no me importe tanto, así que lo haré de todas formas: siento no haberme puesto en contacto contigo durante los últimos años; has de creerme, de verdad.
Si el Gran Hombre encuentra un momentito para recibirte dale un abrazo de mi parte, si estaré muerto tampoco me perjudicará, ni me importará si a eso vamos.
Cuídate”.
Imposible contener el sollozo.
Proseguía sonando el piano y estreché más fuertemente la mano de mi marido. Al Gran Hombre, mi hermano, un abogado de sustancial éxito, le había resultado imposible asistir a la ceremonia. Una reunión urgente, según me comunicó con monótona voz su secretaria, le había obligado a volar a Barcelona en el último momento. Después de todo se habían distanciado mucho con el paso de los años; mejor así.
Y entonces, entre la música y la letanía del sacerdote, entreví no muy lejos de nosotros, apoyado levemente en un ciprés, una corpulenta figura familiar, algo tenue, la verdad. Los mismos mechones castaños, la tez bronceada por miles de soles diferentes, la media sonrisa entre irónica y juguetona, escondiendo alguna ocurrencia que su mente rumiaría con detenimiento y parsimonia; él, el tío de África.

Corrí a su encuentro con la agilidad propia de los nueve años, hacia unos brazos amorosos que se mantenían abiertos, prestos a recogerme. Había llegado el tío, el tío de África.
Lo cierto es que como en cualquier infancia ni la totalidad de lo que se vive o se dice acerca de ella posee una naturaleza real, aunque su reiteración haga que termine adoptándola. No era mi tío, no existía ninguna relación de parentesco que nos uniera (ni falta que hacía). Realmente se trataba de un viejo amigo de papá, un amigo de su infancia. Me resultaba duro con la filosofía de mi niñez aceptar la idea de que en un tiempo lejano papá había contado con mi edad e, incluso, y aquí los mareos hacían su aparición, aún con varios menos.
En cuanto a lo de África, lo de África podía encuadrarse en cualquier punto de la escala, desde harto improbable hasta muy seguro, pasando por relativamente inexacto. Cierto que su talante aventurero le impedía permanecer mucho tiempo en un mismo lugar (un culo de mal asiento como decía papá haciendo brotar la sonrisa en nuestros labios al tiempo que un rictus de desaprobación se desdibujaba en los de nuestra madre), un espíritu al que constreñía de manera terrible, en lo más profundo del término, la sola mención de la idea de establecerse y constituir una familia.
A la sazón contaba con unos cuarenta años cumplidos y aún ninguna mujer lo había descabalgado de la soltería. Según su opinión, mostrada con no poca inmodestia a mi parecer, no existía mujer capacitada para soportarle. Quizás, y este pensamiento es posterior, no soportaba los deberes y obligaciones propios del vínculo. En su balanza las satisfacciones aparejadas no ejercían la influencia suficiente para inclinar el fiel.
Sin embargo jamás ocultó el cariño que nos profesaba a mi hermano y a mí. Cada vez que visitaba nuestra casa ambos le asediábamos con miles de preguntas acerca de las aventuras vividas durante su último viaje. Con cuánta paciencia nos respondía durante interminables horas, atendiendo solícito a cuantas aclaraciones le solicitábamos. Que si los tuaregs nunca mostraban sus rostros a los extranjeros, que si realmente las llamas escupían a cualquiera que se pusiera a su alcance, si todavía existían pieles rojas en los Estados Unidos,... Horas y horas, justo hasta que la determinación paterna nos obligaba a irnos a nuestras camas, agotados los aplazamientos obtenidos tras varios quejumbrosos (y siempre infalibles) “un poquito más, porfa”.
Seguro que muchos de aquellos fantásticos hechos serían sólo eso, fantásticos, hijos de una fértil e inagotable imaginación. Pero a los cinco, seis y hasta siete años, e incluso con algunos más, se está dispuesto a creer en la existencia de leones que pueden ser vencidos con las manos desnudas, o que en las costas de Asia uno podría toparse con una tribu de albinos que se dedicaban a proponer acertijos a los incautos viajeros, siendo el castigo por no desentrañarlos la muerte y posterior almacenamiento en sus despensas (“conozco a algunos que considerarían un verdadero honor y una probada distinción el formar parte del menú del jefe de poblado”, decía el tío con su habitual socarronería que raramente apeaba). Y nosotros, mientras, permanecíamos a sus pies, pendientes por hilos invisibles de sus labios, sustituida la ancestral hoguera por una lámpara de pie, triste tributo al adelanto tecnológico.
Pero se abrió paso en nuestras vidas el momento en que se rompió la magia. Mi hermano, que tenía dos más que yo, cumplió los diez y decidió celebrar el tránsito con un manifiesto de su nueva condición. La forma escogida, la de dejar de escuchar las narraciones de nuestro tío: se consideraba muy por encima de aquellos infantiles cuentos, más propios de niñas como yo que de hombres hechos y derechos como él. El narrador se hizo cargo de la transformación, cambio no fincado en algo suficientemente sustancial, con una triste mirada, como la de ese actor que mientras declama el texto que corresponde a su shakesperiano papel observa impotente cómo algunos de entre el público abandonan la platea. No hubo ningún sonido perceptible mas no por eso la ruptura fue menos grave.
Las relaciones entre ambos nunca se normalizaron del todo, ni tan siquiera cuando mi hermano se hizo verdaderamente adulto. Al estudiar su carrera y después en su trabajo jamás volvió a mostrar el primitivo fulgor opalino que había cubierto en tiempos sus ojos. Por otro lado el tío adoptó la costumbre de referirse a él como el Gran Hombre, la única forma en que su cortesía le permitió dejar entrever el despecho sentido. En cuanto a mí, a pesar de saber que buena parte de lo narrado resultaba ser mentira, no dejaba de escucharle; y él lo sabía. Ambos participábamos en aquel juego con una complicidad asumida sin alharacas, en silencio, un acuerdo tácito rubricado con la muestra de nuestras mutuas disposiciones.
Estoy segura de que él disfrutaba grandemente con aquellos momentos en los que tergiversaba con maestría indiscutida sus propias vivencias, aunque el público fuera tan reducido que sólo lo compusiera una oyente. Cómo debía gozar. A cada regreso se incrementaba la espectacularidad de las anécdotas, hasta juraría que en sus ausencias debía estrujar su cerebro para componer el mejor regalo que alguien podía recibir.
La última vez que nos visitó yo ya tenía diez años. En mi mundo infantil mi mayor deseo era hacerme mayor para así poder casarme con él: le había otorgado una entidad épica más propia de héroes novelescos que de aquel socarrón fumador de puros e infatigable narrador de aventuras.
Pero algo parecía haber cambiado, aunque yo era incapaz de precisar la naturaleza de la transformación. Una noche me pareció oír algunas voces en el salón, una vez acostados mi hermano y yo. A pesar de mi innata curiosidad no me atreví a materializarla acercándome a la pieza, al contrario, di media vuelta y me dormí.
A la mañana siguiente se podía cortar la tensión durante el desayuno. Mi madre mantenía el ceño fruncido, papá miraba el café del desayuno, como si fuera capaz de hacerlo hervir con un método así; en cuanto al tío, permanecía absorto, en la lejanía. No se me escapaba que las voces oídas durante la noche se relacionaban con las actitudes mostradas por los mayores. Pero ni yo hablé ni ninguno de los demás abrió la boca.
Aquella misma tarde, tras un tierno beso y un abrazo, el tío se fue de la casa, abandonando de forma tan simple mi naciente vida.
La ceremonia había llegado a su fin, el empleado ya podía colocar la lápida. Con paso lento demoramos un tanto nuestro avance hacia el coche. Naturalmente ella tampoco había venido; mi madre tenía constancia tanto de la hora como del lugar de la ceremonia mas no acudió. Siempre hubiera resultado bonito verla de nuevo; desde la muerte de papá, acontecida un par de años antes, nuestras relaciones se habían enfriado un tanto. Y mientras subía al coche y dejaba a mi tío en el ventoso promontorio, recordaba las palabras que a modo de tardía explicación papá murmuró a mi oído en su lecho de muerte:
- ... A tu madre... nunca le gustó la relación que... el tío... de África - a pesar del cáncer que le comía implacable el estómago aún sacó fuerzas para amagar una sonrisa al pronunciar ese apelativo infantil, - mantenía contigo..., nunca la comprendió.

Cierto, nunca la había comprendido.


Bosco fecit.

El Cristo, 5 de febrero de 1997.


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