-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

domingo, 29 de diciembre de 2013

LA LEYENDA DE BRÜN

Antigua leyenda de la Europa meridional (Texto Adaptado).



Brün era hijo de Gan y Ena. Dicho así podría tratarse  de un muchacho sin ninguna condición particular que lo distinguiera de otros de su misma edad. Mas si se aclara que Gan era el Sol, quien le había legado una rubia y poblada cabellera, y Ena no era otra que la propia Madre Tierra, cuya ofrenda consistió en unos vegetales iris bordeando unas pupilas minerales, a buen seguro que cambiaría la anterior opinión.

Como a cualquier chico gustaba de jugar y divertirse: corriendo todo el día entre los animales, bañándose en los cristalinos ríos que surcaban aquellas tierras, o quizás observando absorto el lento crecer de las flores. Tales comportamientos exasperaban enormemente a su fogoso padre, quien los tachaba de manifestaciones de escasa virilidad para alguien que portaba su mítica sangre. En las ocasiones, no muy escasas, en que demostraba activamente su desagrado era la dulce Ena quien con maternal arrobo le escondía en su seno. Allí. oculto en las entrañas de una cueva escapaba de al ira de su progenitor. Éste no dejaba de preguntar a nubes y pájaros sobre el paradero de su único vástago; mas las primeras le confesaban su ignorancia, verídica manifestación, antes que el viento las alejara, mientras que los segundos, encariñados con el chico y deudores de su madre, le mentían respondiéndole con piares negativos. Y lo hacían con semejante destreza que el poderoso movía su vista hacia otra dirección, buscando a otro posible testigo, sin sospechar el engaño.

Tan pronto como Gan se retiraba a su lecho y su hermana, Sel, tomaba el relevo en su celeste puesto, Brün abandonaba su escondrijo para reanudar sus abandonadas correrías. Le unía a su tía un fuerte afecto del que ella hacía prueba al dejarle jugar enredando sus diáfanos rayos con las manitas. Oficiaba por tanto más como una abuela común y corriente, figura familiar de la que el niño siempre había carecido.

Al despertar de nuevo el Sol toda su pasada hosquedad se difuminaba con las primeras brisas del alba, siendo sustituida por una contagiosa alegría. La renovada visión de su hijo hacía que todo el amor contenido en su corpachón se manifestara a través de su rostro. Incluso debía tomar precauciones para no aproximarse en demasía, pues ni su propia esposa podría resistir la extremada proximidad de tal hoguera incandescente. Nunca ni tan siquiera se había acercado lo suficiente como para contemplarla de cerca: se había tratado de un amor nacido y consumado a distancia. Sí, hasta la propia concepción de su hijo había tenido lugar sin que mediara contacto alguno entre los esposos, una relación en la que fue decisiva la intervención de su propia hermana, Sel.

En tan magnífico momento él se había llegado hasta su esposa en la medida en la que le fue posible hacerlo sin lastimarla, interponiendo Sel, generosamente, su propio cuerpo a modo de escudo. Por causa de dicha ayuda su faz quedó deformada por horribles quemaduras que le dejaron profundas cicatrices. Y así, ocultando por completo a su hermano, y en medio de la repentina noche, pudo él arrojar su semilla hacia Ena quien la recibió en el interior de su pétreo estómago. De inmediato Gan se alejó raudo, dejando valientemente malherida a su querida hermana. Desde ese entonces ésta ha venido sufriendo fuertes dolores que la obligan a cubrir su cuerpo con emplastos medicinales. En ocasiones los dolores alcanzan semejante intensidad que debe acostarse, noches en la que nadie guarda el cielo, solo un puñado de estrellas demasiado lejanas, primos lejanos de el Sol.

Al cabo de nueve meses del nocturno día emergió del mar un niño cuyos ojos y pelo confirmaban fehacientemente tanto su alcurnia como su triunfante designio. Había nacido Brün.


En cierta ocasión, ya crecido, en la que jugaba libre y despreocupado la fatalidad arribó a su hasta entonces envidiable existencia. Venida del norte, una descomunal ave plateada de estruendoso volar lo arrebató del suelo y, remontando de nuevo el vuelo, partió hacia las tenebrosas tierras del septentrión.

Ni el chillido de la madre ni el alarido del padre alteraron el volátil fluir de aquel gigantesco pájaro, que con irascible determinación prosiguió su viaje, bien aferrada la tierna presa con sus afiladas garras.

Transcurrieron los días y el dolor de los desconsolados padres no dejaba de incrementarse más y más. Las nubes y los pájaros interpelados no sabían cómo responder con la dura verdad al lloroso progenitor (los últimos se sentían avergonzados por la intervención de un hermano) quien los asaltaba con sus recurrentes preguntas. El antes pletórico Sol se apagaba lentamente como una tea y Ena solo alcanzaba a cobijar a los entristecidos animales que, sin la presencia del animoso joven ni de los rayos de Gan, solo deseaban guarecerse para dormir, única forma de soportar el dolor que les atenazaba. Hasta la propia Sel, aunque aún mantuviera viva la esperanza de volver a ver con vida al niño, se iba dejando llevar poco a poco por la tristeza.

Cada vez con mayor rapidez el Frío se adueñaba de más y más tierras. Alguna aves, impensable decisión antes de aquel entonces, optaron por emigrar hacia el promisorio Sur, a donde según algunos de sus viajeros congéneres no llegarían los gélidos vientos que barrían las tierras.

La Naturaleza en su totalidad sentía el rapto e indudable muerte del joven heredero (parecía que solo Sel conservara la convicción de que seguía vivo), todavía dulce muchacho: los árboles habían perdido sus hojas, los animales dejaban transcurrir los días en las profundidades de sus madrigueras y los lloros de las nubes aún anegaban los campos.

En cuanto a Gan solo constituía un triste y pálido reflejo de su precedente esplendor.

Siguieron pasando los meses y el Frío solidificó las aguas, formándose un albo manto que se extendía doquiera se dirigiera la vista.

La pena y el dolor reinaban sobre el semblante de Ena y Gam.

Mas cierto día un familiar y horrísono rumor alteró el silencio dominante. Surcó el cielo un ave de similar especie a la ladrona, que tras depositar algo en el suelo volvió a emprender el vuelo. Lo que amorosamente había dejado en el suelo no era más que el propio Brün, sano y sin rasguño alguno.

Cuánta fue la alegría que dominó a todos: los recién despertados animales salieron de sus hogares dando muestras de afecto y alegría, a los árboles les volvieron a nacer hojas con cuyo movimiento jaleaban al recién retornado, se retiraron el Frio y la nieve, temerosos por el resurgimiento en el cielo del tronante Gan de antaño, loco de contento al haber recuperado a su amado hijo.

En suma, toda la natura dio la bienvenida al muchacho en el momento de su regreso: chillidos, colores, piares, gorjeos; sonidos empujados por la brisa.

Con la experiencia vivida la sabiduría del conjunto aumentó: Brün narró a la atenta concurrencia las enriquecedoras costumbres de los pueblos que había conocido durante su estancia en el legendario Norte; y los que se habían quedado aprendieron lo saludable que resulta un buen descanso, pues contribuye a mantener la propia fortaleza, aun cuando se sea intrínsecamente poderoso, como descubrió el propio Gan.

Así, desde ese entonces, y por un cierto lapso temporal, la naturaleza parece paralizarse, en apariencia muerta, para despertar al cabo más fresca y lozana, juguetona y traviesa.




El Cristo, 29 de abril de 1996.

Bosco fecit.


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