Un
súbito canto de gallo; tardíamente coreado por otro y otro más: la puntual alba
desperezándose en el horizonte, luminiscente, embriagadora, inapropiadamente amenazadora.
Ha llegado la hora, una vez culminada la larga espera.
En nuestras imberbes faces sentimos el cortante tacto de la
mañana que se enrostra con nosotros, no por ánimo de querella sino dada su
específica naturaleza. Con dedos agarrotados abotonamos como buenamente podemos
los recios capotones, los pesados fusiles al hombro, somnolientos los dormidos
ojos, bruscamente apartados de los plácidos sueños para ser arrojados a la
acostumbrada realidad; aunque hoy menos acostumbrada y más penosa.
Allí nos hallamos los doce, un gélido amanecer al que no caldea
el creciente en majestad sol; allí, a pocos pasos del muro desconchado por los
impactos, ante su presencia de augurador de acontecimientos indeseados;
vaticinios de probado y corto cumplimiento. Pero no hasta dentro de un rato, no
hasta que no se muestre el principal personaje, aún ausente; ahora, las
conversaciones, trémulas a causa del sueño y del frío, renuentes a abandonar su
ejerciente reinado, nos animan dibujándonos complacientes sonrisas, bruscos
rictus, evadiéndonos con inusitada torpeza de cuanto constituirá nuestro
inmediato deber.
E
irrumpe en escena el sargento, militar de incuestionable experiencia en
aquellas dramáticas lides, enhiestos los bigotes y marcial el paso, mayestático
en su espléndido poderío; no el actor aguardado. Como algo característico suyo
nos arroja una mirada lóbrega y silbante, un escrutar acerado que habla con
claridad de su capacidad intrínseca a él aparejada, la de ahondar, con ánimo de
violento hurgar, en nuestros más profundos, obscuros y ocultos pensamientos; y
sonríe. Creo que exactamente en ese momento me hago cargo de la inmensa
entidad, detalle a detalle, con minucioso examen, de cuanto va a suceder.
Bueno, no exactamente, ya advertí antes, al igual que la totalidad de mis
compañeros, cuál será la naturaleza de mis obligaciones, comunes para los doce;
pero precisamente al ver aquella sonrisa, lobuna y despiadada, me es posible
alcanzar a vislumbrar las consecuencias últimas de mi poco sopesado acto.
Imposible impedir una sensación de vergüenza propia, terriblemente asqueado. La
conciencia de que no seré capaz de llevar a cabo aquello pugna valerosamente en
lucha vital con el irracional deber encarnado en que habrá que hacerlo;
indudable qué contendiente de los
mutuamente enfrentados alzará en su mano la pírrica victoria. Pero...
Entonces le sacan de la cabaña, desapareciendo mis torpes
escrúpulos momentáneamente, arremolinándose en caótica mezcla con la claridad
naciente, ascendiendo alto, muy alto, cada vez más lejos de mi mano, lejos de
mi vista. Se trata de un hombre, más bien un muchacho como nosotros mismos,
alguien al que no se le ha dejado alcanzar esa consideración, postergado
infinitamente tal momento. Alguien con quien se compartirían con gusto unos
vasos de vino o aguardiente entre palabras amistosas si la ocasión fuera otra
muy distinta. Sé que si contara con una inveterada experiencia, un acervo de
vivencias asaz nutrido, no pensaría así; murmuraría unas palabras para
exteriorizar mi desagrado, calmando mi conciencia, erradicaría tales juicios, y
actuaría según las órdenes. Pero no puedo impedir contemplarlo, con morbosa
atención, incapaz de musitar algo inteligible y acorde. Y mientras,
superfluamente flanqueado, a dónde va a ir de todos modos, se aproxima a la
tapia, erecta la cabeza, cabizbajo yo, sin temblar ni vacilar a la hiriente
vista de los grotescos desconchones, entreabiertas bocas que cual clásicas
sibilas anuncian con mudos gritos los cercanos acontecimientos.
El
sargento, al extremo de la fila formada por nosotros, involuntario brazo del
tribunal juzgador, se apresta a ladrar las órdenes. Por un instante, aun no
acompañando la realidad a la impresión, parecería como si todos los movimientos se hubieran ralentizado, siéndome
otorgada la ineludible oportunidad de razonar sobre la decisión a acometer,
contraste con la sinrazón encastrada en el inminente deber.
Porque
no deseo disparar, no quiero hacerlo; matar a un hombre a sangre fría, sin
apartar la mirada de sus desarmados ojos. ¿Por qué no habré sido dotado con la
aparente calma por él mostrada, sin recato, quizás tan temeroso o tan poco
experimentado como para exteriorizar miedo alguno? ¿Por qué los remordimientos,
harto tempranos frutos, no me permiten vivir ya desde antes de que el apretar
del metálico gatillo impela su seguro nacimiento? ¿Por qué yo!
-
¡Car - guen!
A la orden del sargento la sigue su esperado cumplimiento bajo
la sonora forma de chasquidos de recámaras y corrimiento de cerrojos. Y justo
al empujar con mecánico ademán este último algo se abre paso en mi cerebro,
irrumpiendo fogosa: un heraldo portador de buenas nuevas. No precisaré
abrir fuego. Fragorosamente enmascarada tras los fogonazos de mis compañeros la
mudez de mi arma pasará desapercibida. Aun contando con la bala de fogueo,
distribuida con cuidadosa supervisión del imprevisible azar, insuficiente
mecanismo de dilución de la individual culpa, el impacto de las restantes,
decena a todas luces mortal, segará existencia y recuerdos de aquel desdichado.
Aunque en mi tumultuoso fuero interno se debaten ideas tan
desosegadoras mi exterior permanece todo lo sereno que la situación permite, a
semejanza del tranquilo continente del prontamente ajusticiado, ajeno por
completo a la bravía tempestad desencadenada en uno de sus mancomunados verdugos.
-
¡Apun - ten!
Cómo contener la floreciente sonrisa, guiñado el ojo en el forzado
alinear de las alzas, una vez tomada la decisión, ya salvada mi conciencia.
Casi ni siquiera considero el fatal destino del reo, al no participar
activamente en la aplicación de la pena; he calmado mis escrupulosos
prejuicios.
-
¡¡Fuego!!
A la última orden del sargento la corean once detonaciones en
cerrada y marcial descarga; estrépito epilogado por una blanca nube de informe
humo acre. Justo cuando un rayo de tibio sol ilumina al paredón, un estético
añadido digno de un pintor de religiosa modalidad; un rayo simbolizador de la
ascensión del espíritu del ajusticiado hasta el Paraíso, escapado de su
material envoltorio, humano continente que nos escruta con ojos dilatados por
el estupor, completamente indemne, no asimilando nuestra presencia allí, un
milagroso acontecimiento que arranca un chirriante murmullo del no menos
sorprendido pelotón. Todos mantienen su mirar sobre la sana y salva víctima,
todos menos el sulfuroso sargento, que lo ha desplazado hacia mí, el único que
permanece mudo por el asombro.
Porque aquel gélido amanecer sólo se repartió una bala
mortífera, las demás meros cartuchos de fogueo asignados al azar, únicamente
una, la duodécima.
Bosco fecit.
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